martes, 26 de febrero de 2008

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Y además, quiere aspirarle el cuarto y sacar de una buena vez todas esas cosas horrorosas que su hija guarda. Bilina también se ve rodeada de otro personaje insoportable: la amiga charlatana que viene de visita con su madre charlatana. Pero peor que todo eso es el Soldado-Profesor, en su clase no se puede saltar, no se puede escupir, no se puede reír, no se puede hacer nada, incluso, no se puede pensar, y Bilina tiene miedo de que, de tanto repetir, un día acabe convenciéndose de todo lo que dice el soldado profesor y que ella termine no siendo ella. 

       Ella sueña y dibuja monstruos que destruyen la Gran Ciudad y se comen al Soldado-Profesor. Y quizá eso no esté tan alejado de la realidad porque una noche, mientras Bilina duerme, debajo de su cama se instala el Kuko. Y el Kuko come lo que venga, niños, farmacéuticos, abuelos, motociclistas, payasos. Y entonces, mientras la investigación policial sobre el asesinato de la nariz del payaso Wimpy continúa, el mundo de Bilina da un giro. 

       Fue un placer haberme encontrado con esta novela, sobre todo por la originalidad de su escritura, repleta de acumulaciones, tanto cuando se habla de la Gran Ciudad, como de la habitación de Bilina o de la acción de alguno de los personajes. Así, los techos, las calles, las plazas son infinitas, como también son infinitos los objetos siniestros que guarda Bilina, o los innumerables intentos de tía mamá por volver a Bilina una niña normal. La edición es excelente, cada tanto nos encontramos con una página con fondo negro y letras blancas, son las que le corresponden directamente a Bilina y a su habitación, a su mundo. Y lo que da más placer aún, en ese borbotón de listas, acumulaciones, exageraciones, saltan palabras que nos llevan a otros libros: el cuadro de la Condesa Sangrienta que tiene Bilina en su cuarto, a La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, la nariz asesinada del payaso, a La nariz de Gogol, el conejo imaginario consultado por tía mamá, quién no piensa en Alicia, la mancha de sangre que tía mamá se empeña en limpiar, a El fantasma de Canterville de Oscar Wilde, el vendedor de pararrayos que otrora fue tío papá, a La feria de las tinieblas de Ray Bradbury. En fin, seguramente habrá un montón de otras pinceladas de intertextos. Sigue así, la sensación de infinitud. 

       Otra cosa que me resultó deliciosa fue el nombre de los personajes: tío-papá, tía-mamá, soldado-profesor, amiga-charlatana. Esta manera tan teatral de nombrarlos pone distancia entre el narrador y los personajes, que tienen algo de títeres, y agrega su cuota al clima absurdo, exagerado y siniestro.

       Una novela diferente, rara. Un hallazgo por parte de Cristian Palacios. Un libro que vale la pena que los chicos lean, sobre todo si nos importa que después, cuando esos chicos sean grandes, lean más allá de la lista de los best sellers. 

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