viernes, 26 de septiembre de 2008

Mi gato tiene ojos de luna




Mi gato espera paciente la noche,
quiere ver a la luna a través de la ventana:
las estrellas lo engañan
las nubes lo irritan
las orejas apuntan
y sus ojos la atrapan.




Poesía : Mercedes Aceves Zúñiga (México)

Ilustración : Marlowa ( Brazil)

sábado, 20 de septiembre de 2008

El grillo y el girasol






























Luisa vivía en el campo, en una casa muy linda con sus papás y sus hermanos. La casa estaba rodeada de muchos árboles, pájaros y flores de los más hermosos colores y perfumes.

La habitación de Luisa tenía una gran ventana, por donde entraba el sol cada mañana. Desde muy chiquita, Luisa veía como un simpático grillo venía todas las tardes a su ventana y cantaba, alegrándola con su música y sus ruidos. Lo llamó Pancho.

Una tarde de primavera, cuando Luisa jugaba en el campo, decidió seguir a Pancho. Lo siguió hasta que llegaron a un árbol que había cerca de un campo de girasoles. Allí Pancho se juntó con otros muchos grillos. Parecían muy contentos en ese árbol, y Pancho les contaba que todas las tardes iba a la ventana de Luisa y allí se quedaba cuidándola y alegrándola.

Un día llegaron al campo unos señores para ayudar al papá de Luisa. Comenzaron a cortar el pasto y las ramas de algunos árboles. De pronto Luisa escuchó algo que no le gustó:

Para poder seguir necesitamos cortar aquel árbol, el que está allá junto a los girasoles, dijeron los señores.

¡El árbol de Pancho! Luisa se puso muy mal. Corrió a contarle a su papá lo que pasaba.

¡Papá! - gritó Luisa- esos señores quieren cortar el árbol a donde viven los grillos.
¿Qué? - dijo el papá, creyendo que esta era otra de las tantas historias que Luisa inventaba.
El árbol que está al lado de los girasoles, es la casa de Pancho y su familia- le dijo Luisa- Pancho me cuida y me alegra. Y el árbol nos da sombra cuando hace calor los días de verano. Que no lo corten. Por favor- rogó Luisa a su papá.

Para que le creyera, Luisa llevó a su papá hasta el árbol y allí él pudo ver que era verdad: estaba lleno de grillos.

Entonces el papá de Luisa les pidió a los señores que no cortaran el árbol, que lo dejaran ahí a donde estaba. Los árboles son muy importantes y necesarios para todos y además ahí vive Pancho ¡un simpático grillo que cuida a Luisa desde la ventana!



Idea original: Lucía Díaz Bartolome (Argentina)

Asistente de redacción : Inés Umaran (tía) (Argentina)

Ilustración: July Macuada ( Chile)

jueves, 11 de septiembre de 2008

Jardín




Lajas de piedra verde-azul marcaban un camino serpenteado que recorría todo el jardín. Cada día nacían en él más corazones y todos eran de diferentes formas: redondos, afilados, unos con capacidad para flores, otros para espigas; unos más altos, esbeltos, otros pequeños, ovalados.
Era una vasta dimensión la del jardín y otra la forma en que la vida aquí interactuaba: ronroneo de tallos enredándose unos con otros, hojas nervadas en forma de filigrana, creciendo y amamantando con su extendida sombra a otros corazones vivos como ellas; musgos verdes sedando la aspereza de una roca, hormigas viviendo bajo esa roca, bebiendo de la humedad del musgo.

Las historias del jardín, amarillas de polen, volaban de un lado a otro con el aire y también en las alas de mariposas delgadas o en abejas tozudas y disciplinadas como sus simétricas rayas…
Y en tiempos de amor, unas mariposas preferían flores a otras mariposas de su misma raza y ciertas flores se abrían más cuando ellas llegaban, las esperaban con el olor dulzón salpicado en los pétalos y la mariposa de ala prístina se posaba cautelosa, besaba a la flor que se arqueaba girando en su propio tallo, ligera...ruborizada...
Los anillos en el tronco del cocotero eran los caminos para orugas de colores y pelaje espeso como espuma, veinte diminutos pies impulsaban a otros veinte que hacían de delanteros en la caminata pausada y a menudo interrumpida por el martilleo agudo de un despeinado pájaro carpintero, que impulsivo y voraz, abría túneles en cortezas húmedas buscando alimento.

Un día en que el sol casi desaparecía y la vida era de un color naranja quemado, una muchacha salió descalza a las lajas y se sentó en ellas tratando de acomodar su cuerpo a los limites de la piedra; al sentarse suspiró y la onda de viento rozó a la oruga que perdió un anillo de color en el instante. Ella no percibió el susto de la oruga, llevaba su corazón triste, los bordes de sus ojos y sus labios eran del mismo color que los tres pétalos del flamboyán, de un rojo intenso y sin fondo aparente. Dos lágrimas impulsadas como olas volaron desde sus ojos hasta el mismo pecho de una hormiga que del impacto quedó virada patas al cielo revolviéndose como un fuelle de reloj....sus amigas rápido soltaron todas las migajas de pan recolectadas durante el día y fueron en su ayuda, el hormiguero se alarmó sobremanera, todas chocaban entre sí y al hacerlo se tocaban las antenas buscando más fuerza, una bien pequeña y colérica se abalanzó a los pies de la muchacha e hincó con fuerza sus dientes en una mordida que casi la deja sin vida.

En segundos la piel de la muchacha enrojeció y todas temieron la furia con la que los seres grandes reaccionan a sus mordidas, pero para asombro de todas, ella apartó amorosa todas las hierbas que cubrían a la hormiga empapada de su lágrima y la subió a una hoja de punta afilada… la hormiga aún tragó en seco y se aguantó como pudo de los nervios de la hoja, la muchacha acercó su boca roja y exhaló un dulce suspiro, secando del todo a la hormiga, quien bajó sus antenas en señal de paz quedándose dormida a toda pata suelta…

La muchacha rió y al reír, sus ojos se volvieron del color del único pétalo jaspeado del flamboyán, devolvió a la hormiga a su casa y se alejó por el camino de las lajas riendo, dejando tras de sí una estela olorosa de amor que rápido siguieron todas las mariposas, las abejas y hasta el despeinado pájaro carpintero…

Y tú, si alguna vez lloras en un jardín, cuida tus lágrimas porque siempre habrán otras dimensiones respirando junto a ti y a tu corazón.




Texto : Pelican Finn

Ilustración : Leicia Gotlibowski

viernes, 5 de septiembre de 2008

La luna naranja




- ¡Maltus! ¡Estás otra vez en la luna! ¡Se te enfrían los ñoquis!

Maltus respondió como si quisiera salir de un ensueño:

- ¿Ehhh? ¡Ahhh, sí…!

- ¡Pero claro que sí, Maltus! ¡Vos vivís en la luna de Valencia!

- ¿Ehhh? – repitió Maltus como si se hubiera reintegrado por completo a la realidad. ¡No, no…en la luna de Valencia, no!

- ¡¿Cómo que no!? ¡¿Pero cómo que no!? ¡A ver si bajás a la tierra un poquito y comés de una buena vez esos ñoquis que se están helando!

Maltus agarró el tenedor y comenzó a pinchar uno por uno mientras pensaba “ojos rojos en el plato, son abrojos en manojos, pincho y pincho, no los bato y los como de inmediato”. Pero enseguida se preguntó no sin cierta preocupación: ¿Por qué se me vienen a la cabeza tamaños disparates? ¿Será algo malo, realmente, esto que me dicen siempre de “estar en la luna de Valencia”? Como nunca me aguanto la curiosidad, le pregunté a Padrino Leopoldo, que sabe de todo, lo que se dice, de todo. El es el único que sabe que yo no estoy en “la luna de Valencia” sino en La Luna Naranja y él me contó que se dice estar en “la luna de Valencia” porque hace muchos, muchos años, Valencia era una ciudad amurallada que tenía muchas puertas, dos de las cuales, las más conocidas se llamaban Quart y Serrans. Las puertas se cerraban a cierta hora de la noche y los distraídos, los que no estaban atentos a la hora, se quedaban toda la noche afuera dormitando en un banco o en una especie de plaza (Padrino Leopoldo me ha dicho que no tiene seguridad de si era banco o si era plaza) con forma de media luna y allí debían esperar hasta que se abrieran las puertas de la muralla al día siguiente. Como es lógico, tampoco tenían otra cosa más para hacer como no fuera aquello de mirar la luna que, por tratarse de Valencia, obviamente era “la luna de Valencia”.
La verdad es que yo no estoy en la luna de Valencia, primero, porque
no vivo en Valencia y, segundo, porque estoy en La Luna Naranja, aunque Padrino Leopoldo dice que no importa qué luna sea, que lo que vale de la cuestión es que estoy en la Luna y que, para él, eso no está mal y no es tampoco cosa mala, aunque todo el tiempo me lo reprochen y me…

- ¡Pero Maltus! ¿Será posible, mi Dios? ¡Otra vez con el tenedor en el
aire y los ñoquis muriéndose de risa! Y vos, ¡claro! ¡en la luna de Valencia!, ¿No?

- No – respondió Maltus con seguridad, y estuvo a punto de revelar su
secreto cuando, por suerte, la respuesta se le vino encima.

- ¡¿Qué no?! ¡Ahhh, no, mi querido, no me vengas con macanas, que
te la pasás todo el día en la luna de Valencia y nunca prestás atención a nada!

Pues bien. Maltus no estaba de acuerdo con tales acusaciones pues de ninguna manera se podía decir que él no le prestaba atención a nada, lo que se dice, nada. Admitía, eso sí, que le prestaba atención a otras cosas, a cosas que para el resto de las personas e incluso para sus amigos eran cosas tontas, sin sentido, cosas que no servían para nada. Le prestaba atención, por ejemplo, a las alas de las mariposas y se preguntaba muy seriamente cómo era posible que una fuera tan perfectamente igual a la otra, cómo era posible que las formas fueran tan exactas y los colores de una tan idénticos a los colores de la otra, sin ninguna pincelada equivocada o temblorosa.
Pero sobre todo, pensaba en la Luna, además de estar en la Luna, porque a él le parecía que con la Luna pasaban cosas muy misteriosas y muchas noches se quedaba despierto mirando la luna, no la de Valencia sino la de su casa, tras el vidrio de la ventana. Y ahí le venía como un susurro una vieja canción que decía algo así como “Luna, lunera, cascabelera…” que solía cantar su abuela y de la cual no podía recordar más que una sensación de magia y de dulzura. Sin embargo, lo que sin duda le parecía mágico era aquello de que la Luna pudiera cambiar de forma, ora redonda y enorme como un perfecto círculo blanco, ora como una hoz con sus cuernos afilados como agujas, ora lisa como una porcelana, ora con su nariz, sus ojitos y su boca bien dibujados.
En resumen, que a Maltus se le hacía que en la Luna se escondían todos los misterios y todos los secretos, todas las cosas imposibles de conocer y que él ansiaba, como no había ansiado nunca otra cosa en su vida, tener una Luna propia, su propia Luna Naranja. Y no era por capricho que la quisiera precisamente naranja sino por un evento especial que había significado mucho en su vida y que todavía continuaba teniéndolo.
Un domingo de veranito, Padrino Leopoldo, que siempre andaba de viaje pero cuando estaba en la ciudad nunca se olvidaba de pasar su tiempo con Maltus, muy tempranito lo llevó a pescar a una laguna grande cuyo nombre jamás pudo recordar. Volvieron al atardecer, amarraron el bote y, ya en tierra, se sentaron a charlar bajo un árbol a pocos metros de la laguna. A poco, Maltus descubrió a la Luna y, con verdadero asombro, preguntó:

- Padrino, ¿veo mal, o la luna se ha puesto color naranja?

- No, Maltus, no ves mal. Cierto que no es demasiado común, pero a
veces, solamente a veces, la luna se pone de color naranja. Supongo que esto pasa – agregó el Padrino- cuando la Luna se siente muy enamorada.
Maltus se quedó un rato pensativo, digamos, en la Luna, y enseguida arremetió con una nueva pregunta:

- ¿Esto tiene algo que ver con el asunto de la Luna de Miel? Porque a
mí me parece que la miel también es medio, medio color naranja.

- Pues sí – dijo el Padrino. No me consta, pero estimo que así ha de
ser, puesto que los enamorados disfrutan abrazándose bajo la luz de la Luna.

Maltus volvió al silencio. Deseaba, necesitaba confesarle a Padrino Leopoldo un asunto importante pero ni se animaba ni encontraba la manera de comenzar, hasta que en un punto, y viendo que a poco debían regresar, tomó coraje, respiró hondo y dijo:

- Padrino…estoy enamorado. Sí, estoy enamorado de una chica que es
tan hermosa como esta Luna, pero no me animo a decírselo y creo que no me animaré tampoco. Paso mucho tiempo pensando en ella, pero como no tengo suficiente coraje como para hablarle, le escribo cartas, cartas y poesías que escondo bien para que nadie las descubra y no sé por qué se me ha dado por pensar ahora que esta Luna Naranja me traerá buena suerte.

El Padrino lo miró profundamente a los ojos con una mirada que Maltus jamás olvidaría y le respondió:

- Mi querido Maltus, estar enamorado es una de las cosas más hermosas que le pueden suceder a una persona. Sabrás que por esa causa, también se sufre, pero te aseguro que vale la pena. Quisiera ver, si es posible, esas cartas y esos poemas, pero aunque no me los muestres te pido que me prometas que no dejarás de escribir, ¿Puede ser?

- ¡ Pues claro que puede ser, Padrino, si escribir es lo que más me
gusta del mundo! Te prometo que de ahora y para siempre, no dejaré de hacerlo.

- Muy bien, Maltus, es hora de irnos porque oscurece – dijo el Padrino
levantándose. Sabrás que en pocos días salgo nuevamente de viaje. En esta oportunidad recorreré El Líbano, Siria y Turquía. Ni bien regrese, volveremos a vernos y, como siempre, te traeré algún recuerdo de mi viaje.
Y tal como fue prometido, así se cumplió. En el reencuentro, Padrino Leopoldo le entregó a Maltus una hermosa caja naranja con forma de media luna, una hermosa caja en la que Maltus fue acumulando cartas y poemas, su Luna Naranja, su tesoro escondido, La Luna Naranja en la que depositó sus sueños, sus penas, sus alegrías, sus angustias, sus dudas, sus misterios. Y así como Padrino Leopoldo prometió y cumplió, Maltus hizo otro tanto: no dejó nunca de escribir, con esfuerzo, con mucho esfuerzo, publicó sus libros, uno a uno, con alegría, con paciencia, con trabajo, con temores, con ansias.
Mientras pinchaba los ñoquis, uno por uno, “ojos rojos en el plato”, en silencio, recordaba a Padrino Leopoldo, a La Luna Naranja de aquel atardecer y volvía a preguntarse por qué las mariposas…

- ¡Maltus!, ¿Me estás escuchando? ¡Otra vez en la luna de Valencia!
¡No se puede creer, hombre de Dios! ¿Es que no me has escuchado que te llaman por teléfono para anunciarte que has ganado el Primer Premio Internacional de Poesía?

- ¿Ehhh? ¡Pues, no! ¡Digo, sí! Ya atiendo. Lo que pasa es que estaba
en La Luna Naranja, mi Luna, sin desmerecer la de Valencia, por supuesto.


Texto: Long-Ohni

Ilustración : Ester García Cortés